El año pasado por estas fechas acabábamos de volver a la
limitación de 120 km/h en nuestras autopistas, después de unos meses a 110. El
motivo fue el ahorro. El precio del carburante se había disparado, sobre todo por
la guerra de Libia, y la situación económica obligaba a reducir gastos.
La medida, vista con el paso del tiempo y comparándola con
los recortes salvajes de la actualidad, me parece cada vez más acertada. Era
una forma de ahorrar sin quitarle nada a nadie, sino haciendo norma
obligada la responsabilidad de cada ciudadano consigo mismo y con los demás.
La reducción de la velocidad en las carreteras conlleva
menos emisiones al ambiente y un menor gasto en combustible. Esto es
beneficioso para la salud de las personas, para los ecosistemas, para el
mantenimiento de los recursos, en fin, que todo son ventajas.
Lo que nunca entendí es por qué esa medida, si entró en
vigor cuando el precio del barril de Brent (el referente del petróleo en
Europa) rondaba los 130 dólares, se eliminó unos meses después, cuando la
situación el Libia no había mejorado y el barril de petróleo estaba por encima
de los 115 dólares.
En coherencia con las razones que llevaron al Gobierno a
tomar esa decisión, se tendría que haber mantenido mucho más tiempo. A
principios de este año, el precio del Brent estaba situado, de nuevo, en los
130 dólares. Ahora se ha relajado, pero hoy está por encima de la centena, un
nivel que sigue siendo demasiado alto para las maltrechas economías que estamos
sufriendo.
La idoneidad de una medida de este tipo, donde el ahorro no suponga que los ciudadanos pierdan derechos, me lleva a pensar en
otras acciones parecidas que podrían llevarse a cabo. Por ejemplo, ¿cuánto
dinero se podría ahorrar si se impusiera la conducción eficiente a todos los
conductores profesionales?
Hay que tener en cuenta que cuando nos tocan el bolsillo a
todos nos gusta cuidar el medio ambiente y ser ecologistas. El problema viene
cuando el gasto no sale de la cartera propia. Coches oficiales, repartidores,
comerciales o vehículos de empresa tienen algo en común: el combustible no lo
paga el conductor, sino el dueño, que no es la misma persona. Con lo cual, al
que conduce le da igual que el coche consuma más o menos litros, mientras le
sigan dando dinero para ir a la gasolinera.
Si se impusiera, por ejemplo, un límite de velocidad de 100
km/h en autopistas y autovías a los conductores profesionales y se les dieran
las pautas para una conducción eficiente, se podría ahorrar mucho dinero, sobre
todo en coches oficiales, que se financian con los impuestos de todos. De esta
forma, el Estado tendría otra forma de ahorrar dinero, pero sin necesidad de
quitárselo a ningún pensionista, dependiente o desempleado.
De esto saben mucho los taxistas autónomos, que hacen una
conducción de lo más eficiente. El motivo es el que argüía dos párrafos atrás:
en este caso, el combustible se lo pagan ellos y cuanto más ahorren mejor serán
los resultados de su negocio. En cambio, si el conductor es un asalariado que a
final de mes va a cobrar lo mismo independientemente del consumo del vehículo,
se elimina el interés personal y la conducción se vuelve irresponsable.
Y estoy hablando de algo que funciona. Cuando salió la
medida de los 110 km/h yo, como buen ciudadano, seguí respetando las normas y
me di cuenta de que, efectivamente, se reducía el consumo. Al mismo tiempo
proliferaron los reportajes sobre la conducción eficiente y decidí ponerla en
práctica.
Durante unos meses, las autovías tuvieron la velocidad máxima limitada a 110 km/h. |
¿El resultado? Antes con el depósito lleno hacía 550 kilómetros
y ahora paso sin problemas de los 700. Esto son 150 kilómetros más, que suponen
un 27% más de distancia recorrida. ¿En euros? Que para hacer 700 kilómetros
ahora gasto 48 euros de carburante y, con la forma de conducir anterior y los
precios actuales, necesitaría 61.
Mis medidas, además, son bastante simples. De hecho, se
pueden resumir en una sola palabra: suavidad. Una conducción suave es una
conducción eficiente. Para mi vehículo, con motor turbodiésel de 1.500
centímetros cúbicos y 80 caballos, los cambios de marcha ideales son a 2.000
revoluciones por minuto, de forma que normalmente ya he cambiado a quinta
marcha a 70 km/h.
A la hora de bajar la velocidad, procuro cambiar de marcha
lo mínimo posible, sin revolucionar el motor. Además, evito acelerar y frenar
con brusquedad. Por último, en carretera me fijo la velocidad máxima de la vía,
aunque procuro ir a 100 en autovías siempre que no suponga riesgo. Para esto,
es fundamental ir a los sitios con tiempo, sin prisa. Además de los beneficios
materiales, este tipo de conducción rebaja la carga de estrés,
lo que redunda en un beneficio a nuestra salud.
Creo que mis medidas son asumibles por la mayoría de las
personas y el ahorro es considerable. Además del bolsillo, el ambiente y la
naturaleza agradecen este gesto. Es una de esas acciones donde todo son
ventajas.
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